Christopher Keim no mostraba mucho entusiasmo por ir a misa. Hubiese preferido salir a jugar a la puerta de casa con una pelota, pero era su obligación. Su madre lo estaba vistiendo con la ropa de los domingos y los zapatos nuevos; justo lo que Christopher odiaba, pero era su deber como hijo de padres aburguesados y plenamente creyentes, dar una buena impresión a los otros vecinos de igual posición, y despreciar a los que resultaban ser inferiores. Christopher odiaba vestir así, diferente a los demás; tener que ir a una escuela distinta con niños la mar de tontos, y no poder saludar y jugar con los niños de su edad que siempre estaban en la plaza. Al llegar a la iglesia se arrodilló entre sus padres a orar; en su opinión, lo más aburrido que un niño de 10 años podía hacer, aunque tenia la esperanza de que acabase rápido para poder salir a jugar. Pero claro, si lo pensaba mejor, al salir tendría que jugar con el estúpido hijo de Roller Wallace, el socio de papá. Mientras el aburrido cura hablaba, Christopher empezó a imaginar qué pasaría si escapaba de su casa y de su ciudad. Deseaba encontrarse con los fantásticos mundos que narraban los cuentos que sus padres no le dejaban leer. En su mente, empezó a idear ese fantástico plan que todos los niños de 10 años tienen; pero Christopher era distinto, muy valiente. Tanto, que dos años después, desapareció de Berlín, dejando atrás, todo un comando de policía buscando un pequeño rastro suyo; tan pequeño como él.